domingo, 15 de octubre de 2017

H. H. Holmes



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H.H. Holmes.
Herman Webster Mudgett (16 de mayo de 18611​ – 7 de mayo de 1896),2​ también conocido como Dr. Henry Howard Holmes o simplemente «Dr. Holmes», fue un asesino en serie estadounidense que confesó hasta veintisiete asesinatos y cincuenta intentos de asesinato; investigaciones modernas calculan el número de sus asesinatos en unos doscientos.
Nació en Gilmanton, Nuevo Hampshire,1​ e hijo de un padre abusivo y una madre puritana. Muy pronto manifestó odio hacia las mujeres, especialmente aquellas con fortuna, un interés poco corriente que lo enmarcaría como un Don Juan del crimen. A los dieciocho años se casó con una rica joven llamada Clara Louering para pagar sus estudios de medicina, la arruinó y una vez obtenidos con lustre sus diplomas en la Universidad de Míchigan, la abandonó para irse a vivir con una viuda, que satisfizo sus necesidades gracias a las rentas de su respetable casa de huéspedes. Siendo ya médico, dejó a aquella segunda conquista, ejerció durante un año en el estado de Nueva York y fue después a establecerse en Chicago.
Guapo, con aire distinguido, siempre elegantemente vestido, Mudgett tenía innumerables éxitos amorosos. Al llegar a su nueva ciudad no tardó en seducir a una joven millonaria llamada Myrta Belknap. Tomó el nombre de Holmes para vencer las reticencias que la señorita le oponía, se casó con ella, y gracias a unas falsificaciones de escrituras, estafó 5,000 dólares a su familia política para hacerse construir una casa suntuosa en Wilmette.
Luego consiguió en las afueras de Englewood la herencia de una farmacia propiedad de una viuda de quien se hizo su amante y hombre de confianza. A base de falsificaciones de contabilidad y de malversaciones de fondos, logró hacerse dueño de la totalidad de sus bienes y después la hizo desaparecer.

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El "Holmes Castle"

Para construir su castillo, el "Holmes Castle", el Dr. Holmes recurrió a varias empresas, a quienes nunca pagaba e interrumpía pronto sus obras. De esa manera, él era el único en conocer en detalle un edificio cuyo extraño arreglo habría podido suscitar la curiosidad. Se estaba preparando la exposición de 1893, que debía atraer a Chicago una cantidad considerable de gente, incluidas mujeres guapas, ricas y solas. Holmes adquirió un terreno gracias a una serie de estafas y emprendió la construcción de un hotel con aspecto de fortaleza medieval, cuya disposición interior concibió él mismo. Cada una de las habitaciones del inmueble estaba provista de trampas y puertas correderas que daban a un laberinto de pasillos secretos desde los cuales, por unas ventanillas disimuladas en las paredes, el doctor podía observar a escondidas a sus clientes.
Disimulada bajo el entarimado, una instalación eléctrica le permitía seguir en un panel indicador instalado en su despacho el menor desplazamiento de sus futuras víctimas. Con abrir unos grifos de gas, podía asfixiar sin desplazarse a los ocupantes de algunas habitaciones.
Un montacargas y dos "toboganes" servían para hacer bajar los cadáveres a una bodega donde según los casos, eran disueltos en una cubeta de ácido sulfúrico, reducidos a polvo por incineración, o hundidos vivos en una cuba llena de cal. En una habitación llamada "el calabozo" había instalado instrumentos de tortura. Una de las máquinas instaladas llamó especialmente la atención de los periodistas: un autómata que permitía hacer cosquillas en la planta de los pies de las víctimas hasta matarlas de risa.
El Holmes Castle fue terminado en 1892 y la Exposición Universal de Chicago abrió sus puertas el 1 de mayo de 1893. Durante los seis meses que duró, la fábrica de matar del Dr. Holmes no se desocupó. El verdugo escogía a sus "clientas" con precaución, tenían que ser ricas, jóvenes, guapas, estar solas, y para evitar las visitas inoportunas de amigos o familiares, su domicilio tenía que estar situado en un estado lo más alejado posible de Chicago.

Los últimos crímenes mortales

Con el final de la exposición, las rentas del hotel acusaron una caída brutal y Holmes se encontró pronto corto de dinero. Para procurarse ingresos incendió el último piso de su inmueble y reclamó a su asegurador una prima de 60,000 dólares, sin pensar que la compañía podría hacer una investigación antes de pagárselos. Una vez descubierto, el doctor se refugió en Texas, donde realizó estafas que lo llevaron por primera vez a la cárcel. Liberado bajo fianza, volvió a salir unos meses después no sin haber puesto en pie una nueva operación criminal.
La idea era sencilla: un cómplice, llamado Pitezel, debía hacerse un seguro de vida en una compañía de Filadelfia. Luego se presentaría como suyo un cadáver anónimo desfigurado por un accidente. La prima que cobraría la sra. Pitezel sería repartida y el "muerto" iría durante algún tiempo a hacerse olvidar a Sudamérica. Sin embargo Holmes cambió de planes y mató realmente a Pitezel, evitándose la búsqueda de un cadáver desfigurado y quedándose con todo el dinero de la prima, ya que luego se deshizo de la sra. Pitezel y de sus hijos.
Sin embargo, un antiguo compañero de celda, Marion Hedgepeth, le denunció, y la policía realizó una investigación. Las pesquisas esenciales fueron conducidas por el detective privado Frank Geyer, quien tuvo el mérito de descubrir la verdadera catadura de Holmes y trabajaba para la renombrada Agencia Nacional de Detectives Pinkerton, contratada entonces por la compañía de seguros.3​ Como resultado de ello, Holmes confesó la estafa a la aseguradora y los asesinatos de Pitezel y su familia.
Una vez detenido el criminal, la policía registró el hotel, y se descubrió que éste había sido utilizado como lugar de tormento y sala de ejecuciones. Los agentes encontraron cámaras herméticas desde las cuales se podía bombear gas, un horno lo bastante grande para contener un cuerpo humano, cubas de ácido, y habitaciones equipadas con instrumental quirúrgico de disección así como toda la parafernalia de la tortura. En el juicio un testigo de la acusación describió su trabajo como empleado de Holmes, quien lo había contratado para que le descarnara tres cadáveres a razón de 36 dólares por cadáver.4
Holmes fue condenado a muerte por el Tribunal de Filadelfia y ahorcado el 7 de mayo de 1896, contando entonces con treinta y cuatro años.

¿Han sido doscientas víctimas?

Ante el tribunal, Holmes afirmó haber asesinado a veintisiete personas a lo largo de su vida. Sin embargo, esta cifra es poco creíble porque el acusado confesó haber matado a personas que en ese momento seguían vivas, burlándose de la justicia. Aunque no se sabe con certeza el número de víctimas, los descubrimientos hechos en su castillo sugieren que es una cantidad considerable, y la cifra de doscientas personas aventurada por algunos criminólogos parece ser la más verosímil.

Los machos extractivos: el inconfesable secreto del éxito de los genios Para llegar lejos quizá más importante que las cualidades innatas y el esfuerzo sea disfrutar de unas condiciones materiales idóneas. Esta división deja ganadores y perdedores







Foto: Reunión de ganadores del Premio Nobel de Literatura en 2010. (Reuters/P. K.)
Reunión de ganadores del Premio Nobel de Literatura en 2010. (Reuters/P. K.)
Lo han (hemos) vuelto a hacer. Un año más, los hombres hemos arrasado en los Premios Nobel. Somos unos 'cracks' todoterreno. No hay ni una mujer en el listado final, pero sí 10 varones (¡y una organización!). Una dinámica que se ha repetido durante los últimos años. Qué digo años, décadas, ¡siglos! En 2016 tampoco hubo ganadora. En 2015, eso sí, la escritora Svetlana Alexievich y la química Tu Youyou fueron reconocidas. Los datos totales muestran que las mujeres representan apenas el 5% total de los galardonados, por un 92% de hombres. La polémica se ha desatado, las redes han ardido y, probablemente, el año que viene volverá a ocurrir lo mismo.
Hay muchas razones que explican esta brutal diferencia, pero como siempre, lo más útil es descender a lo puramente material. Como recordaba Sarah Todd en 'Quartz', Kazuo Ishiguro, ganador del Nobel de Literatura, ya desveló en su día cuál era su secreto para alumbrar obras merecedoras del mayor galardón. Consiste, básicamente, en dedicar cuatro semanas completas a inspirarse y escribir. Durante ese tiempo, su mujer Lorna se encargaba de todas las tareas de casa, de cocinar y de coger el teléfono cuando alguien llamaba. Ello no solo le permitía tener tiempo para escribir, sino también “alcanzar un estado mental en el que el mundo de ficción resulta más auténtico que el real”.
Si hay algo en lo que coinciden los 'genios' es en haber disfrutado de un entorno que les ha permitido convertirse en tales, dándoles apoyo y tiempo
Esto lo sabe muy bien la creadora de Harry Potter, J.K. Rowling, que criaba ella sola a sus hijos cuando comenzó a escribir la saga: solo pudo hacerlo después de dejar de lado las tareas del hogar. Nos gusta pensar que el genio y el talento son rasgos innatos que podemos pulir a través del esfuerzo, pero la realidad es que las condiciones materiales en las que una persona desarrolla sus cualidades son aún más decivas, aunque menos visibles. Si hay algo en lo que coinciden los 'genios' es en haber disfrutado de un entorno que les ha permitido convertirse en tales, proporcionándoles apoyo material y tiempo. Y las que han facilitado esto suelen ser mujeres.
Hace unos años se puso de moda el término “élites extractivas”. Acuñado por el profesor de economía del MIT Daron Acemoglu y el de la universidad de Harvard James A. Robinson, servía para denominar a aquellos dirigentes que se apartan del interés común y se centran en su propio beneficio. Ya que se convirtió en un término comodín, bien sirve en esta ocasión para aplicarlo a los “hombres extractivos”. Aquellos que vampirizan a los que los rodean para desarrollar sus propias cualidades, llegar lejos en su carrera o, simplemente, protegerse de los vaivenes del destino delegando lo que menos rentable les resulta personal o profesionalmente.

Elegimos tu propia aventura

Hace unos días comenzó a circular por la red desde un hilo de tuits de la usuaria @2Cronopia, en los que exponía paso por paso el proceso que explica la gran divergencia de sueldos entre hombres y mujeres, que afectaba en última instancia a la cuantía de su jubilación. Todo comenzaba cuando era ella la que decidía aceptar una reducción de jornada para cuidar de su hijo y terminaba, décadas después, con los hombres percibiendo un 157,4% más en su pensión contributiva. Lo que parecía un “hoy por ti y mañana por mí” terminaba siendo “hoy por ti y mañana, ya veremos”.
Que se acepte que los genios puedan ser despóticos, caprichosos y tiránicos es la muestra más clara de que conocen bien sus privilegios
La inteligencia del razonamiento se encontraba en poner al descubierto los sutiles mecanismos comúnmente aceptados de forma casi inconsciente que abren las puertas a determinadas personas (hombres) y se la cierran a otras. Como en uno de esos libros de 'elige tu propia aventura' o los juegos de estrategia militar para ordenador, lo que en principio parece una decisión menor y de puro sentido común –como ella cobra menos, es razonable que sea quien reduzca su jornada– termina multiplicándose exponencialmente a lo largo del tiempo. No es únicamente una cuestión de dinero. El marido terminaba ascendiendo, pero era también el que conseguía que sus aspiraciones laborales fuesen satisfechas y el que lo tenía más fácil para encontrar una alternativa en caso de crisis (o, pongamos, divorcio).
Durante las últimas décadas, en toda discusión sobre los genios ha aflorado de una forma u otra la teoría de las 10.000 horas de Malcolm Glawdwell. Aunque se haya puesto en tela de juicio, viene a decir algo así como que basta con dedicar ese tiempo (el equivalente a 416 días con sus noches) para convertirse en un experto en una materia. Era una teoría tranquilizadora, muy en consonancia con el optimismo ligado con la autoayuda, ya que relativizaba las cualidades innatas para sugerir que a través del esfuerzo podemos llegar donde queramos. Pero una vez más ocultaba la gran pregunta: ¿quién puede sacar 10.000 horas libres para convertirse en un experto? Sobre todo, ¿a costa de quién?

El cubismo muy bien, pero aguántale tú. (iStock)
El cubismo muy bien, pero aguántale tú. (iStock)
La concepción cultural más popular sobre el genio le confiere inmediatamente legitimidad para darse prioridad por encima de los demás. Dado que se entiende que es un rasgo excepcional que distingue a una persona, sería un crimen no cuidarlo y promoverlo. Otra cosa es que esta supuesta genialidad “de partida” se haya encontrado con mucha mayor frecuencia en el sexo masculino que en el femenino, en parte porque algunas de las características convencionalmente asociadas con el talento son tremendamente masculinas, en parte por puro machismo. Que se dé por hecho que los genios pueden ser despóticos, caprichosos y tiránicos y que aun así debemos permitírselo es la muestra más clara de que conocen bien sus privilegios. Si se mueve, habla y se comporta como un genio, quizá lo sea.

Un juego de suma cero

Las habituales teorías sobre la genialidad suelen situar la puerta de acceso en las condiciones innatas y en el esfuerzo, y no en las estrictamente materiales. Si el mundo no está lleno de estas personas excepcionales es porque no nacen las suficientes, o porque, a pesar de tener cualidades, no las desarrollan. Esta visión nos lleva a aceptar que, en lo que concierne al talento, cuanto más haya y más se cuide, mejor para todos. Lo que resulta menos evidente es que, probablemente, la promoción del talento sea un juego de suma cero. Para que alguien gane, otro ha de perder.
Es muy fácil defender el esfuerzo si tienes a alguien disponible 24/7 para cuidar de tus hijos mientras reflexionas sobre el sexo de los ángeles
¿Quién? A grandes rasgos, todos aquellos que han sacrificado su tiempo y su esfuerzo en apoyar al potencial genio sacrificándose. Los que han evitado que este tuviese que enfangarse con el trabajo sucio de limpiar la casa, cocinar, cuidar de los familiares enfermos o de los hermanos pequeños o realizar todas esas labores no reconocidas socialmente. Labores que aun hoy en día siguen recayendo mayoritariamente en las mujeres, pero también en las clases más bajas que han de comerse la externalización de los marrones de quien tiene dinero. Es muy fácil defender la cultura del esfuerzo si tienes una persona disponible durante ocho horas al día para cuidar de tus hijos mientras tú te dedicas a reflexionar sobre el sexo de los ángeles.
Esta barrera de entrada nunca se pone suficientemente de relieve porque hurga en la gran herida de la meritocracia. Los privilegiados –en cuestión de género, pero también de clase social– no solo ganamos más, sino que también nos aseguramos puestos que nos permiten explotar nuestras cualidades, hacer contactos (con otros hombres que luego nos invitarán, por ejemplo, al congreso de turno, donde conoceremos a otros hombres) y mostrar lo buenos que somos. Se nos ha enseñado que debemos comparar cuánto nos miden los talentos, porque valemos mucho. Sospecho que se ha dado el caso de que un hombre ha conseguido escribir el tratado definitivo sobre el feminismo mientras su mujer cuida a los niños, porque claro, es un tema muy importante y hay que dejar a papá con sus cosas.

Como hombre, soy consciente de que he sido educado para identificar, promover y cuidar mi talento. No me refiero a mis padres, sino al sistema educativo y a la sociedad, que me han recordado constantemente que soy especial, que debo llegar lejos, que debo dedicar tiempo a ello. Es una imposición, pero también un privilegio del que no estoy seguro que mis compañeras hayan disfrutado. Sigue ocurriendo hoy en día en mi sector, el periodístico, cuando percibo que se da por hecho que las mujeres deben encargarse de labores de edición, gestión o apoyo mientras los hombres nos dedicamos a lo nuestro, que es crear. El error quizá estaba en ese gesto original que explica por qué esto lo estoy explicando yo y no una compañera. La gran paradoja final.